El domingo sí es alegre en Yungay
El domingo sí es alegre en Yungay, con un sano regocijo de villorio en descanso.
A la puerta de las casas se ve a los chiquitines, vestidos del concho del baúl; los grandes lazos de sus corbatas tornasolan a la luz, semejando a las de picaflores, y sus bastoncitos golpean impacientes, apurando a las mamás que, después de haberlos trajeado, se arrelingan y emperifollan de carrera.
Una procesión de mujeres, vestidas de luto, cubiertas por el "velo de monja", no tardan en invadir las calles. Parecen así, vistas por conjuntos, órdenes de religiosas caminando a sus oficios: todas llevan grandes rosarios que golpean al andar, como las cadenillas ciliciarias.
En la parroquia, después que repicaron la tercera seña empiezan a dejar.
San Saturnino, con sus muros de ladrillos al descubierto y su gradería de mármol blanco, semeja un antiguo castillo, y la idea se completa, ya que pudiera ser su parque esa plaza, tan natural, tan fresca, tan verde, ¡tan encantadora... a pesar de su ridículo tabladillo, de su grotesco pedestal al "Roto", de su boj disparejo, de sus árboles a la buena de Dios...o tal vez por ello mismo!
La gente llena los bancos: hombres graves y muchachos festivos, revisando diarios con el cigarrillo en la boca, establecen allí su salón de lectura y su fumoir, en tanto que los vendedores de periódicos apuestan carreras. Cubriendo el acantilado de la iglesia están los santeros con sus imágenes y escapularios. Frente, en el medio de la calle, los rifadores de barquillos y sus cambuchos cilíndricos pintados de rojo; los dulceros con sus delantales blancos, sus manteles blancos, y sus plumeritos papel volantín: ahí, a sus pocillos de loza, convertidos en cajas de fondos, van a parar los ahorros que reúne en una semana el colegial, y, con un fúnebre sonido de despedida, caen los quintos dados por el abuelito con un premio a la dedicación en la escuela, a la buena conducta en la casa.